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¿Sabías sobre el cementerio secreto de Ibiza?

Ibiza, (El Mundo).- Casi ningún turista que visita la playa de pescadores de sa Caleta sabe que ahí empezó Ibiza. Que con solo adentrarse unos metros hacia el oeste descubrirían una ciudad fenicia, en parte arrasada durante la Segunda Guerra Mundial para construir una batería antiaérea, con sus túneles y nidos de ametralladora, para proteger la isla de un desembarco aliado siguiendo las instrucciones del Plan Kindelán.

Casi ningún turista, pero también casi ningún ibicenco, sabe que si se adentra unos metros hacia el Este, caminando sobre la sonrisa de tierra de su acantilado, acabará adentrándose en un bosque salpicado de tumbas.

A los fenicios y cartagineses se les ocurrió convertir Ibiza en uno de los cementerios más grandes de la antigüedad, en una especie de buque fantasma en mitad del Mediterráneo porque, según algunos historiadores, su tierra era sagrada al no poder albergar animales venenoso, lo que facilitaba el tránsito al más allá. Lo que no tiene ninguna explicación es por qué ahora alberga uno de los cementerios de mascotas más grandes de la modernidad.

A lo largo de cien metros de costa, y bajo un laberinto de pinos, se suceden los cúmulos de piedras coronados por collares como único testimonio de su fe. El acceso no es sencillo, lo que no ha impedido el entierro de grandes ejemplares, como revelan las fotografías depositadas en portafolios y envases de congelados, alguna en compañía de sus dueños.

Entre las piedras se esconden mensajes, se pintan dibujos y se guardan pequeños tesoros que se presume el difunto gustaba de enjuagar en babas, como un hueso de plástico rosa, un conejito de peluche, un gato pirata de plástico, un broche plateado con forma de mariposa. Y también otros más difíciles de explicar como unas gafas de sol, un pincel y un tarro de pintura blanca, un mechero.

No se sabe cuándo empezó esto, pero pueden encontrarse tumbas fechadas hace tres lustros y de hace pocas semanas. Algunas aparecen en grupos de cuatro o cinco y otras se pierden ascendiendo una pequeña colina. En pocos minutos se cuentan varias decenas. Todas las identificables son perros.

Una botella de tequila con calaveras sirve de jarrón para una margarita de plástico. En la de Pipi es de Moët & Chandon, y aguanta un lirio en el que sus dueños escribieron en cada pétalo la palabra amor. Otro se ha traído un cactus, pero también los hay que han plantado flores al pie, e incluso unas tomateras.

Goa tiene hasta lápida, con su foto nadando agarrada a una cuerda, sus fechas de nacimiento y muerte (20-11-1995 / 03-08-2007), y el mensaje: «Siempre estás en nosotros, te queremos». Milton (2005-2013) tiene un «nunca te olvidaremos» escrito en una tabla de madera. Las piedras de Rey están pintadas de corazones y coronas. Y en la de Archi un niño dejó sus manos sobre una capa de cemento y una flor violeta.

La clandestinidad de esta necrópolis perruna no impidió que algunos se animaran a colocar una cruz de madera enterrada en las piedras. Un bóxer tiene hasta una medalla de San Antonio. La muerte de Ron inspiró a su dueña para dejarle un texto larguísimo en el que explica todo lo que representó para su vida, y entre otras muchas cosas le agradece haberle enseñado a no sentirse sola «sin necesidad de hablar». En otra tumba, un marco plastificado guarda el mensaje: «Te esperaré en el arcoíris, volveremos a estar juntos y sin dolor, perseguiremos las mariposas y alcanzaremos el viento veloz».

Y así se van apareciendo las tumbas de Swami, y de Tula, y de la yorkshire Chola e de Ina. Es difícil encontrar mejor escenario para la eternidad que este bosquecito con vistas a Cap des Falcó y los estanques de agua de la salinera. Sobre todo comparado con cumplir las ordenanzas municipales y despachar al animal por el vertedero de Ca na Putxa.

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